Serenamente me siento a observar
cómo a la calidez del otoño
las hojas comienzan a marchitar,
cayendo lánguidas y volubles.
Pasan los días bajo la lluvia
que ensordece la búsqueda de la felicidad
en tus ojos cansados,
absortos en un punto impreciso
de un caminar que no es el mío.
Ya no sé si hace frío o calor
si entre las sábanas no encuentro tu piel,
la caricia de tu mano en mi pelo,
en mis senos, en mis labios;
si no se escucha el sonido quebrado del somier
y, sonrojada, me entra la risa
pensando en quién pudiera escucharnos;
si cuando el sol se empieza a colar
entre las rendijas de la ventana
no noto el sudor perlando nuestra piel...
...Si cuando lloro desesperada
no me quitas las lágrimas.
Bailaba en el poco espacio que la permitía el honor de la primera fila del concierto. Se movía al son de las guitarras, oscilando las caderas en suaves balanceos, girando la cabeza con una sonrisa en los labios. Cantaba cada canción con la precisión del apuntador en las antiguas representaciones teatrales.
Él había instado a su grupo de amigos para acercarse todo lo que pudieran hasta donde se encontraba la muchacha. Según fueron adelantándose, algunas personas gruñeron la osadía de colarse. No les miró, no podía apartar los ojos de ella. Debía tener veinte años o alguno más.
- Buen concierto- dijo el chico, alzando la voz para que pudiera escucharle entre los amplificadores de sonido. Ella le miró con una mueca entre desprecio y extrañeza y siguió cantando “…Que sembla tan clar que ens equivoquem com que ho anem a fer!”*
Él tomó una distancia prudencial entre ambos y decidió no molestarla más.
Cuando acabó el concierto, mucha gente se marchó del bar. Los camareros volvieron a poner las mesas, que se ocuparon al poco rato. La muchacha de la primera fila se sentó con unas amigas. No pudo evitar mirar sus cabellos rojos como el fuego cayendo sobre su hombro desnudo y blanco. Quiso marcharse del bar, pero sus amigos decidieron quedarse un rato más. Se excusó, fue a la barra, pidió una cerveza y salió del bar. Ya era noche cerrada pero, como buen verano, hacía más calor fuera que dentro del local. Echó mano a su cajetilla de tabaco y no la encontró. Palmeó todos sus bolsillos, maldiciendo entre dientes. Escuchó el chasquido de un mechero a poco más de un metro de él. Levantó poco a poco la mirada y vio su cajetilla sujeta por la delicada mano de la muchacha, con las uñas largas pintadas de azul brillante y oscuro.
- Se te ha caído del bolsillo de atrás cuando salías- dijo, con voz melódica.- Deberías tener más cuidado.
- Gracias- se limitó a contestar él, cogiéndola.
- He aprovechado para autoinvitarme a uno- comentó, riendo.- No te importa, ¿verdad?
- No, en absoluto- respondió, rápidamente, tratando de quedar lo mejor posible.- No se le puede negar una invitación a una señorita.
- No soy una señorita- gruñó ella, dando una larga calada al cigarrillo y escupiendo en el suelo.- Nunca he sido una señorita, ni lo seré jamás.
Él sonrió. Era la chica más extraña que había conocido hasta el momento. Le gustó su respuesta.
- Bien, ha quedado claro que no eres una señorita- dijo, tratando de encontrar las palabras que fueran más apropiadas.- Así que, como no lo eres, supongo que me resultaría inútil intentar ligar contigo como con cualquier otra chica.
Ella le quitó la cerveza de la mano, con una sonrisa maliciosa y le dio un trago. Le clavó los ojos verdes, que lanzaban destellos como piedras preciosas, en los suyos.
- Cuando me conozcas, verás que no soy una chica cualquiera.
* “¡Que parece tan claro que nos equivocamos como que lo vamos a hacer!”, extraído de ‘El Miquel i l’Olga tornen’ del grupo Manel
El sonido de unas ruedas que chirrían sobre el asfalto. Veo el coche blanco, veo la cara descompuesta del conductor tan cerca que casi puedo oler su miedo. Me llegan las notas de la música que voy escuchando en medio de los gritos. Cierro los ojos, acto reflejo en ese último instante, justo antes de notar el morro del coche hundiéndose en mis piernas.
Yo nunca cruzo mal una carretera. Recuerdo tu voz asustándome "¿Y si te atropellan?" Tú siempre cruzas mal. Yo te echo en cara tu inconsciencia... "Te pueden atropellar". Recuerdo cómo me agarrabas la mano y me obligabas a cruzar mal contigo. "Si algún día me atropellan será culpa tuya, lo sabes, ¿no?"
Sé que debería doler, pero mis piernas son una parte del trapo con el que está hecha esta pequeña muñeca. Me dejo llevar, no hay más solución. Ruedo violentamente sobre el capó. El tiempo pasa muy despacio.
Empecé a contar los días que pasaban cuando me dejaste. En aquel momento parecía que nunca iba a dejar de llover. En cierto modo, nunca había cesado. Había imaginado el momento de volver a vernos. tú estarías al otro lado de la calle, esperando. Yo cruzaría sin mirar y caería en tus brazos. Nos besaríamos, olvidaríamos el pasado y comenzaríamos desde cero. Pero ese día anhelado tardaba en llegar.
La inercia movió mi cuerpo y volé un instante sobre el asfalto. Siempre me había preguntado qué sensación era ésa, la de volar... Amigos, es el sentimiento de la total libertad. En esos segundos supe que nada se interponía en mi camino.
Mi cabeza dio un golpe seco contra el suelo. Abrí los ojos un instante. Gente que no conocía se agolpaba a mi alrededor y me instaban a no marcharme. No les escuché. No era tu voz la que suplicaba que me quedara.
Nadie esperaba al otro lado, lo sabía. No miré al cruzar. No había brazos abiertos ni besos de reconciliación. Nunca sucedería.
Por eso crucé sin mirar y, ahora, lo único que quedará en el recuerdo será la mancha de mi sangre en el asfalto.