¿Qué asusta más,
la hoja en blanco o la nevera vacía? Hete aquí el dilema con el que me encontré
cuando me senté dispuesta a comenzar una nueva historia. Porque era la
pescadilla mordiéndose su resbaladiza cola: escribir para presentar a concurso
una historia que me diera de comer un mes más. Si no gano nada, no como. Si
gano, quizás hasta pueda hacerme una visita a mi casa y así poder ver a mi
familia, poder salir con mis amigos. El caso es que la inspiración debió morir
hace años, porque ha habido sequía en mis letras desde entonces, sequía de
reconocimientos oficiales y muerte de mi imaginación, a la que acudo ahora a la
desesperada mientras parecen reprocharme “¿Dónde te has metido tanto tiempo? Ahora
no queremos jugar contigo”.
Así que vuelvo a
la hoja en blanco, al miedo irracional por rellenar con errores gramaticales
aquello que necesito, al terror por estar vendiendo algo que debiera ser un
sano entretenimiento, inspiración de otras letras en otros corazones. Ese
sentimiento de ser prostituta de la literatura; escribir para agradar, más que
al lector, al jurado; que mis personajes sean marionetas en el mercado de
ideas, sentimientos y valores de otras personas más que mías.
¿Dónde está el
maldito clavo que arde al que pueda agarrarme? Se apagaron los clavos con las primeras
lluvias de septiembre, está claro. ¿Claudico al tiempo? ¿Pierdo ya, antes de
que otro me obligue a tirar las cartas de esta última mano tan poco agraciada?
Años atrás otros
escritores, otros poetas, otras plumas habrían suplicado a Dios para que
arreglara su suerte; yo suplico a la gente para que, todos unidos, derroquemos
este sistema que nos asfixia hasta matarnos. Porque ya estamos muertos y no hay
nada más que perder.